Dicen los paisanos que cuando cae la tarde sobre los trigales del norte, y el sol se esconde detrás de los algarrobos, puede oírse un canto dolido que atraviesa el silencio como una plegaria antigua: ¡Crespín!… ¡Crespín!…
El viento lo lleva, suave y persistente, hasta los ranchos y los caminos de tierra.
No todos lo escuchan, sólo los corazones atentos, esos que aún conservan un poco de fe en los misterios del monte.
Cuentan los abuelos que, hace muchas lunas, una mujer esperó en vano a su esposo.
Él había partido a trabajar lejos, prometiendo volver antes de la cosecha. Pero el tiempo, con su paso lento y cruel, fue apagando la esperanza.
La mujer, consumida por la pena, se sentaba cada tarde en el umbral del rancho, mirando el horizonte y repitiendo su nombre entre sollozos:
—¡Crespín!… ¡Crespín!…
El alma del monte, apiadada de tanta tristeza, decidió darle alas para que pudiera buscarlo.
Y así, una mañana, cuando el sol asomó sobre los maizales, ya no estaba la mujer: en su lugar, un pequeño pájaro de copete rojizo y ojos melancólicos se elevaba sobre los campos, repitiendo el nombre del amado perdido.
Desde entonces, cuando se escucha su canto, los viejos dicen que el Crespín anda buscando al hombre que nunca volvió.
Pero otros, más supersticiosos, aseguran que su lamento anuncia desgracias, que cada vez que su voz se alza entre los matorrales, una sombra pasa cerca de alguna casa.
Aun así, los niños del campo aprenden a respetarlo. Nadie osa tirarle una piedra ni asustarlo, porque saben que lleva dentro un corazón humano, condenado a vagar entre los rastrojos, buscando amor más allá del tiempo.
Y cuando la noche cae, y el viento huele a tierra mojada, algunos juran haber visto dos luces que vuelan juntas en la penumbra del estero: dicen que el alma del Crespín, por fin, encontró al suyo… y que ahora ambos cruzan el cielo, cantando bajo la luna su canción de eternos enamorados.


